La ternura se presenta como una obligación para la mujer. Consiste en un deber que sin embargo permite dominar, como si de un juego de espejos se tratase, a aquel que la pide como una exigencia inapelable. Pórtate bien quizás sea el imperativo que más se le diga a las niñas, pero también a los sumisos al interior de ciertas dinámicas sexuales. Pórtate bien puede significar déjame jugar contigo tanto como me apetezca. Nadie como Luna Miguel consigue representar esta pretendida inocencia, llamando la atención sobre un ámbito donde es necesaria la construcción (arbitraria y sin embargo quizás necesaria) de palabras de seguridad que funcionan o al menos debieran hacerlo como frenos de emergencia en prácticas del deseo. A veces sería tan sencillo como un “no”, pero hemos jugado con esa palabra hasta el punto de convertirla en algo demasiado elástico. El “no” tiene un significado alterado cuando quien está a la escucha de este mensaje es el morbo. Se abre la veda a la vulnerabilidad, a la ficción y a la puesta en cuestión, de manera que se ve necesario usar para cada caso una palabra privada que sirva como un verdadero “no”.
La chica inocente es aquella que es tan buena que no puede conocer el daño. Son similares las heridas en las rodillas de la niña que se ha caído corriendo, jugando, a las heridas de aquella que se ha arrodillado ante el placer, para darlo, para recibirlo. La chica inocente (¿hasta qué punto se puede aclarar la edad?) no conoce el dolor, del mismo modo que no conoce el placer. No puede conocer todavía qué límite va a ser sobrepasado justo en el instante anterior a usar la palabra de seguridad. De repente el dominante quiere conocer las heridas, quiere que la mujer se exponga y muestre su sangrante fragilidad, sus lados amoratados mejores ocultos. La violencia es algo que se tapa, que se esconde, que se maquilla, que incluso se utiliza como herramienta del discurso. Es ahí cuando el MeToo, sin mala intención, se vuelve un movimiento de publicidad de la vulnerabilidad, y donde lo íntimo se pone al servicio de lo político.
La palabra, entonces, se vuelve constitutiva de una norma, de una autoridad, de un poder que hace que el sumiso se sobreponga a un dominio que él mismo había deseado. Su pecado consistía en que había deseado ser deseado. La palabra constituye el límite, límite que por su propia definición puede y quiere ser alcanzado. El dominante retuerce; no lo suficiente para que la tensión se agote demasiado deprisa; sí lo suficiente para llegar en algún momento a escuchar la palabra que le obligue a parar. Con ello alcanza a un mismo tiempo una victoria, al haber llegado a imponer su fuerza tanto como haya sido posible, y una derrota, el punto de no retorno donde tanto placer angustiante le obliga a detenerse antes de culminar. Si consume su objeto del deseo, se acaba el juego de desear. Ése es el verdadero peligro. Por ello no se puede apretar demasiado. Por ello, transgredir estos límites paradójicamente supondría la derrota del amante, que al haber conseguido ya su objeto de deseo es incapaz de seguir deseando, situándose ahora un vacío o una interrogación donde se habría dado lugar la apetencia sin límites. ¿Y acaso no supone esto un elemento disolutor de la identidad del amante? ¿Qué soy cuando no tengo algo que perseguir? ¿Qué es un cazador sin animales vivos y raudos? En el polo opuesto, el objeto deseado, el amado, cuya personalidad y autonomía no recibe gran reconocimiento ni siquiera hoy ꟷcosa que Luna viene a subsanarꟷ, no puede tener razón de ser más allá de sí mismo, del cultivo de su propia ternura y deseabilidad. La rosa es sin por qué; la belleza debe subsistir por y para sí misma.
Ternura y derrota es una obra íntima, representada en una cama (precisamente el lecho es un lugar común donde habita el sexo y la muerte), con carácter epistolar, y cuyo tema principal discurre acerca de la humillación, de la monstruosidad y de la vulnerabilidad. Es una obra que, poco a poco, se va asfixiando de su propio goce, de manera que cada carta es más concisa, más pequeña. El personaje de Ternura permite deshilachar lo que entendemos por deseo y por dolor, moviéndose en una escala de grises. Es el tránsito, no sabemos si de ida o de vuelta, de un dolor que gusta a un placer que duele. La violencia y la intimidad acaban siendo una misma cosa, pues no queda claro qué soy yo al margen del dolor que me ha traído hasta aquí; qué soy al margen de aquello que quiero que me destruya. Quizá esta diferencia entre violencia e intimidad se vuelva a fundar cada vez que se use la palabra de seguridad. Así, Ternura nos muestra las dos caras del deseo: una, tan fría, bruta y dolorosa como la piedra que nos amuralla (nos mantiene a salvo y sin embargo también hace de nosotras un lugar de asedio); otra, tan cálida, frágil y placentera como la flor que crece espontáneamente (nos hace dulces y deseables, y sin embargo también fácil de arrancar y pisotear).